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I – GABRIEL
Recostado
de bruces sobre el barandal del espigón, Gabriel vomitaba a trompicones su
hastío de odiarse profundamente. Maldecía los tres raudales del odio que le
envenenaban el alma: las tres gracias de la ceguera, la desidia y la cobardía.
Mirando a la mar oscura se le cristalizaba en las pupilas el abismo de la
soledad. Y así, clavada la vista en el horizonte con anormal fijeza, como
queriéndose rajar ojos y voluntad con la ilusoria línea en que mar y cielo se
funden, se hundía hasta el esternón el hierro oxidado de ocasos, soldándoselo a
la piel con una argamasa de sudor y sangre; se lo clavaba hasta el desmayo
apoyando sin clemencia el costillar en una muerte litúrgica de hasta aquí he
llegado con que cada doce de octubre se flagelaba las carnes y la conciencia.
Sólo su extremada delgadez, su liviano esqueleto sustraído de carnes por una
inapetencia crónica, le salvaba de la asfixia, de morir aplastado por su propio
peso, su osadía de arrastrarse por la vida como un gusano.
Por fortuna todo quedaba en unos moratones y
unos cortes sin importancia, insuficientes para poner fin a la vida que
aborrecía. Y así cada doce de octubre en que, claudicante de piedad, se
encallaba en el espigón desde el amanecer hasta el crepúsculo, sin pestañear, entorchados
los ojos de recuerdos, sin mover un solo músculo, encaramado al borde del
pretil de la locura, de la tristeza, con las lágrimas tallándole en el rostro
el visaje devastado de quien se encara para insultar a los cielos, sepultando cuerpo
y alma en el odio. Se arrancaba de las vísceras un arrepentimiento que le
estrangulaba la hombría, me la tenía que haber llevado por las buenas o por las
malas, aunque hubiera sido al mismísimo infierno. Quilates de tragedia cada
recuerdo suyo, de ella, de ellos en un sueño que se hizo añicos y se desgranó
en pesadillas.
Gabriel cerró el puño con fuerza. Aquel día
significó el fin o el principio de una era en que se acabó el destilar poesía
para sudar prosa, ¡oh santa y bendita primavera, que siempre has de florecer
cualquiera que sea tu semilla! La efemérides le penetraba las vísceras con una profunda
cornada que se le ramificaba por dentro hasta infectarlo de una rabia oscura,
de una rabia de negro visaje y vislumbre de azogue. Y cada doce de octubre más
de lo mismo. Pero esta vez sí, ésta sería la definitiva. Había conjurado a los
muertos para cumplir su voluntad, la última, no más excusas, treinta y tres
años bastaban, se dijo, alentándolo además la simbología de la edad. Otros
habían conquistado reinos, del Cielo o la Tierra poco importaba, Pablito me
está contagiando su megalomanía. Él se conformaba con menos, el principio y el
fin unidos en un mismo lapso de tiempo no es un lujo al alcance de todos, se
consoló en la amargura. Hizo el voto muy serio, prometiéndose que se acabaría
el andar sobre cenizas, consciente de que las cenizas no eran ya sino una
costra, un coágulo en su temperamento, una segunda piel impermeable al mundo
que le había crecido lentamente, como una enfermedad agónica e incurable, hasta
aletargarlo de ambiciones, matando la pasión que antaño lo encendía como un
miura para enterrarle los sueños en una muerte gris de pesimismo, hasta
convertirlo en un hombre más vino que carne, indolente y suicida. Sí, hasta
aquí he llegado, se repitió, y escuchando de fondo el ensayo bananero de
orquesta que le vibraba las orejas con un soniquete irritante, se puso a pensar
en la noticia, ya confirmada, de que el martes llegaría el nuevo propietario de
la mina. Qué corta es la memoria de los hombres, se lamentó con más indignación
que rabia. Se le agolpaban una vez más los recuerdos. Con una sinceridad
insobornable se dijo a mí qué me importa que les cortaran las cabezas, a mí me
cosieron a puñaladas el futuro, dejándome en jirones, colgado a la intemperie,
tirado como un perro.
Se remontaba al recuerdo de la fatídica
noche en que los cuerpos de don Pedro Cáceres y su esposa, doña Asunción,
aparecieron decapitados en una de las galerías de la mina. Fue una noche de
estrellas espléndida, allá el firmamento ajeno a las miserias humanas. María fue
quien dio la voz de alarma con su voz alienada por una vida de fiel
servidumbre; María, cuyos ojos refulgían cual oráculos adversos (¡cuántas veces
esta frase, acuñada por Sonia, les había servido de broma!). La noche caía a plomo
sobre la isla, lo recordaba bien. Doscientas almas la barrieron con linternas.
Los hallaron en la mina, en el suelo y en posición yacente, con los brazos
cruzados sobre el pecho. Como los reyes católicos, pero sin corona. Y con otra
particular y macabra diferencia: las cabezas, amén de quebrantar el orden con
que la naturaleza nos ensaya, seccionadas por debajo de la quijada con un corte
limpio, descansaban en paz eterna invertidas sobre sus respectivos vientres. Es
decir, la cabeza de doña Asunción sobre el estómago insaciable de don Pedro, y
la cabeza de éste sobre el solícito vientre de su esposa. Tal composición
suscitó las más enérgicas reacciones, y las conjeturas atronaron por largo
tiempo la isla. Aunque jamás se esclareció el crimen, todas las sospechas
apuntaron al mismo hombre: Ruiz, el capataz que se la tenía jurada a don Pedro
sin que nunca nadie supiera por qué. Fue la víctima propiciatoria, y como ni la
envidia ni la justicia pudieron ponerle la mano encima se tuvieron que
conformar con demonizarlo. Después el agua pasó y quedó el barrizal. Qué forma
de trastearse una vida, se quejó Gabriel empuñando la baranda como un sable, apretujándose
contra ella, sintiendo el gemido de un par de costillas al retorcerse sobre el
hierro. Para él la tragedia fue otra, allá que los hubieran descuartizado, qué
más le daba, conmigo sí se ensañaron. Diecisiete abriles tenían ambos, y más
hambre que lobos. Mirando el agua calmada, rizada de pacífica espuma, sin
preocuparse del cerco morado de su torso ni de la fina hebra de sangre que le
chorreaba desde el costado hasta la pernera, una sangre tibia y espesa,
coagulada de luto, se juramentó para desquitarse por una vida perdida, arrojada
al lodazal de la nostalgia estéril. Se van a arrepentir, escupió con rencor, a
mí no me celebran en las narices mientras sigo desangrándome. Lo estremecía no
el calvario sino el odio que se profesaba a sí mismo, su cobardía de aquella
noche en que no tuvo los arrestos de hacer nada, que otro gallo hubiera
cantado. Podía imaginarla aterrada, paralizada por el miedo, quién sabe si
ahora no estaríamos enlazados en aguas cristalinas, en mares remotos, alejados
del miserable y claustrofóbico aire de la isla.
La orquesta, poco acostumbrada a
celebraciones, seguía atronando, castigando el aire con un ensayo tan
desafinado como inoportuno. Lo que le dolía era la frialdad de los isleños a la
hora de desenterrar los muertos con una insensibilidad pasmosa, como si
aludieran a una leyenda de tiempos antiguos. Borrón y cuenta nueva, así de
fácil era para ellos. Sí, él les recordaría lo que tenían que celebrar. Sí, yo
les recordaré la tragedia, les haré sentir en sus propias carnes lo que es
sufrir, desgraciados, veremos si os queda el cuerpo para bromas, malnacidos,
así voléis todos por los aires.
II – PABLITO
Nota de prensa
(Extracto de la última entrevista concedida por
el dictador. Hospital de las Angustias, 14 de octubre.)
“Todos esos que me lloran ahí abajo,
desvelados, insomnes, fanáticos; todos esos que bajo mi ventana gimen, suplicando
a Dios por mi alma, no se merecen más que mi desprecio. Creen que me consuela
tenerlos implorando por mi vida, poniendo velas al santoral, compadeciéndome. Lo
que hacen es irritarme. Lloran como hienas. Sus oraciones me chirrían en los
oídos. Ahora que la suerte está echada puedo reconocer, sin temblarme el pulso,
que si yo he sido despreciable ellos lo han sido infinitamente más que yo. Sus
aplausos, sus lágrimas, sus elogios, su admiración, su servidumbre, me
repugnan. Piense que yo tuve un motivo para actuar, ellos ninguno para
permitirme que lo hiciera. Malvado, pervertido, corrupto, libidinoso, sádico,
vengativo, crápula, cruel y todo cuanto quieran llamarme, pero al menos nunca
fui un hipócrita. Fui de frente por la vida, arrasando cuanto me estorbó, con
la cabeza bien alta, dando la cara, no como ellos, escurridizos y rastreros. Si
tuviera fuerzas para levantarme agarraría una metralleta, me asomaría a la
ventana y cuando me vieran aparecer y se arrodillaran, los fusilaría por
estúpidos. De lo único que me arrepiento es de no haber llevado al extremo mi maldad
y haber puesto en práctica mis sueños eugenésicos para barrerlos del mapa por
débiles mentales. No son otra cosa que repugnantes borregos que aplaudieron y
acataron mis más extravagantes delirios. Siempre tuve un mal concepto de ellos,
pero nunca imaginé que podría llegar a cualquier extremo, al homicidio y la
esclavitud, y que aún así me aclamarían mientras les uncía el yugo y los
despellejaba a latigazos. Ahora sé que pude y debí haber llegado más lejos
todavía. Debí violar a sus mujeres, a sus madres, a sus hermanas y a sus hijas.
Me habría consolado una cierta oposición. Aunque me temo que ellos mismos,
serviciales y fieles, las habrían desnudado para mí y servido en el lecho
lubricadas con el fin de evitarme molestias. Es inútil, créame, da igual quién
los gobierne, son cobardes y sumisos por naturaleza, y sobre todo manipulables
por gracia de Dios. Ahora rezan por mí, y a ellos, a los que pretenden
liberarlos, iluminarlos como dicen los muy ilusos, enseñarles la trampa,
abrirles los ojos, ya sabe toda esa verborrea que sueltan, bueno, pues a esos
que luchan para librarlos de mí, que pretenden entregarles la antorcha de la
libertad, con ella misma le aseguro que les prenderán fuego y escupirán sobre
sus cadáveres. Ellos son así, irracionales y crueles, nunca se sabe qué culo
lamerán ni qué cabeza apedrearán. Jugar a ser un héroe o un villano con ellos
es jugar a la lotería de sus afectos.”
El
tajamar de La Gaviota, al empuje de
su motor achacoso de taquicardias y arritmias, rajaba el agua sin conciencia ni
remordimientos. Afilado de fe, la escupía, desplazaba y separaba en dos lonchas
inabarcables, en dos solomillos de carne espumosa, en dos verdades
intrascendentes, ora arriba apuntando al cielo, ora abajo a las profundidades,
y así se abría paso, lenta, pesadamente, como un púgil sin cuartel, rascándose
la quilla contra las aguas azulverdosas, golpeando contra el tiempo, contra los
ciclones y las bonanzas, contra las marejadas, las borrascas, los conjuros y
los torbellinos que iban crujiendo o gruñendo su masa oxidada, las costuras de
sus chapas como branquias sueltas respirando la rutina tachonada de remiendos,
descubriendo agujeros huérfanos de tuercas, azotando las roldanas desencajadas
por el cíclico vaivén, las armellas arrancadas como frustrados pendientes del
cabo de Hornos, las jarcias a merced del viento siempre rolando en aquellas
latitudes, siempre traidor, las vergas tensas a punto de estallar, arrancándose
flagelaciones de pura hilacha.
Pablito se aferraba al timón con raigambre,
infundiéndole energía para aguantar un poco más. A cada bramido de herrumbre,
de escoria saltando chispas, cruzaba los dedos para que no le fallase ahora.
Sólo pedía un poco más. En los ojos le relampagueaba el brillo feroz de una
determinación impostergable. Asentía y callaba, apretando los dientes hasta
afilarlos, cerrando los oídos al pesimismo. Eran muchos años navegando juntos, zozobrando
el mismo cansancio, golpeando las mismas aguas y un destino común. No podía
dejarlo tirado ahora, cuando faltaba tan poco, cuando la decisión ya estaba
tomada, era cuestión de semanas, quizá de días.
Observando a los pasajeros derribados como
sacos de carne en el suelo, o bien tendidos en las cuchetas o las hamacas que
colgaban en la borda allá donde podían, se reafirmaba en la idea que le rondaba
en la cabeza desde hacía un tiempo. Su fértil idealismo, nutrido por años de
lecturas variopintas, una imaginación febril y una voluntad inquebrantable,
habían arraigado fuertemente en sus ambiciones de adulto, fecundándolo de
utopías. Él miraba más allá del horizonte gris de sus paisanos, mucho más allá
del gris rajado de lontananza, de la desesperanza que como una epidemia
infectaba la isla, de la absurdidad de una derrota que en nada le concernía.
Sus héroes estaban todos enterrados. Los vivos le parecían una burlesca sombra
de aquéllos, una raza débil y degenerada. Ni el mejor de los vivos resistiría
una comparación con el peor de sus héroes. Qué insignificantes y ridículos
comparados con aquellos hombres legendarios a los que tanto admiraba, cuya
resistencia al dolor y al desfallecimiento eran casi inhumanos. Esos sí eran hombres
imbuidos de un alto ideal. ¿Cuántos hombres hoy en día, en pos de un sueño, caminarían
durante ocho años sin tregua? ¿Cuántos resistirían miles y miles de kilómetros
arrastrando un pellejo que reclama a gritos su ración de piedras? ¿Cuántos
soportarían, ateridos de frío polar o sudando un calor desértico, geografías
hostiles sin más mapa que sus propias huellas, caminando sordos al desaliento
por unas tierras inhóspitas plagadas de peligros representados unas veces por
indios igualmente sobrehumanos, dispuestos a dar el cobre a vida o muerte, y
las otras por millones de especies igualmente mortales y desconocidas,
fantasmagóricas burlas del averno? ¿Cuántos no se amilanarían sabiendo que las
heridas causadas por flechas envenenadas se curan aplicándose sin anestesia alguna
hierros al rojo vivo? ¿Cuántos aguantarían un combate sin proferir una sola
queja, ni excusarse en la retaguardia, montados en un caballo con la lanza en
ristre y el trasero atravesado por una flecha que evacúa las fuerzas con una
diarrea mortal?
Tieso en la cabina, tal cual imaginaba la
apostura de su adorado Almirante, arengaba a los osados fantasmas como si los
tuviera presentes y, con grandes aspavientos recriminatorios, alzando el dedo
acusador, barría la cubierta, condenando a los isleños que morían de inopia
sobre la borda, burlados por la vida y vencidos de antemano. Sí, se decía, aquellos
eran hombres de verdad, inspirados por el honor y la lealtad a principios
inalienables. En cambio hoy en día no hay en qué sostenerse, no hay principios
que garanticen una conducta noble, y así las cosas, con el mundo podrido de escepticismo,
materialismo e ideales místicos, tan peligrosos o más que aquellos, ¿quién es
el loco que se puede fiar de nadie? ¿Dónde existen hoy en día hombres
legendarios, de pechos altivos y orgullosos, existenciales hasta el más mínimo
gesto?
Enrabietado por la injusticia de haber
nacido en un mundo que no satisfacía sus inclinaciones, golpeó violentamente el
timón, entrechocando como nueces los cuerpos de los pasajeros. Era su peculiar
forma de sacudirles la modorra. Y algunos, los más sobresaltados y
desagradecidos, lo increparon a viva voz con alaridos terribles, mentándole a
sus muertos. En cambio, los más se descargaban con quejumbrosos reproches, sin
fuerzas ni para protestar. Sí, definitivamente el mundo se echó a perder con el
primer contrato firmado, ahí comenzó a debilitarse el carácter, protestó ante
su auditorio invisible. Había que emprender la titánica reconquista de la
conciencia, meter mano allá donde duele, que no hay regeneración sin dolor, son
siglos y siglos de pusilanimidad reinante, la conciencia está narcotizada por
siglos y siglos de hipocresía contra natura, está aplastada bajo el plúmbeo y
asfixiante peso de los malditos contratos morales, la fe y la economía, maldita
sea, quién sabe si no es ya demasiado tarde, si no estará la humanidad
irremediablemente adulterada. Bien los tiene calados el dictador, se lamentó, en
el fondo eso hay que reconocérselo. Y con un puñetazo enfurecido al timón
confirmó su protesta, su justa queja por tanta sumisión y mansedumbre. Tan violenta
fue esta vez que hizo volar a más de uno de su hamaca para estrellarlo contra
el suelo, donde muchos rodaban entre insultos y recordatorios. A partir de ese
momento los pasajeros, sin excepción, conociendo su temperamento y su humor
atrabiliario, adivinaron que se había levantado con el pie izquierdo y acabaron
por despabilarse y amarrarse a lo primero que hallaron a mano, temerosos de
llegar descalabrados a la isla.
En contra de lo que creían, si bien la
suerte del dictador no se la traía al pairo, tampoco su humor giraba en torno a
él. Se perdía en otros laberintos. Tanta atención le prestaba a los rumores
sobre su estado de salud como a los desmentidos sulfurosos del Régimen. Así se
vayan todos al carajo, maldecía, los unos por cobardes y los otros por
fanáticos. Si hubiera muerto tantas veces como lo finiquitaron los secreteos
sería cosa de empezar a adorarlo, solía contestar medio en broma medio en serio
a los que le llegaban azorados con los últimos chismes. Los isleños, en cambio,
vivían con los transistores pegados a las orejas como vínculos del más allá,
lenguas de ondas manipulables y manipuladas de la otra dimensión de la
realidad, el mundo a nuestra imagen y semejanza, pescando un retazo de noticia,
una voz disonante, un comentario o un presagio, como si de verdad creyeran que
iba a cambiar algo, que el cambio de monigotes sería trascendente, que llovería
maná, que habría paz y pan para todos, que se voltearía el sistema, que se
aplacaría la opresión, que arderían los tribunales de injusticia. Ingenuos,
maldijo, almas de cántaro, se conformarán con un entierro y una nueva jura de
bandera. En definitiva con un cambio de pañales, ignorantes de que la mierda no
se transvalora. Él, que venía del otro lado del mar todos los días, del otro
lado del mundo y de las noticias, observaba impertérrito desde la altura
neutral de la cabina, con mueca desdeñosa, los pequeños grupos que se
arracimaban en el muelle esperando nuevas de la capital para andarse luego de
cabildeos por los bares, continuar en los patios recogidos del calor y la
humedad, y terminar arrastrando la noticia, ya manoseada y violada, a la
soporífera intimidad de los dormitorios. Cincuenta años son muchos años,
rezongaba Pablito mientras sacudía una nueva bofetada al timón que ya no cogía
a nadie desprevenido. Mucha tragedia y mucha alegría caben en cincuenta años. Y
al final afloran los perdones hasta en los odios más enconados, igual que
crecen las flores en el estiércol. También el odio profundo de los otros,
claro, los que no perdonan, los insaciables, los rebozados, siempre los otros,
los excluidos que un día serán los primeros, o seguirán siendo los últimos, da
igual, sólo la Biblia puede mentir tan descaradamente. Y de nuevo se le
figuraban los broncíneos pechos de sus héroes, henchidos de valor, desafiantes
a todo peligro y a toda autoridad desbocada, y por puro contraste despreciaba
con mayor razón el apocamiento, la doblez y el oportunismo de sus compatriotas,
entre los cuales no había demostraciones ostensibles ni de alegría desaforada
ni de desconsolada tristeza. No hasta que se supiera la verdad, los hechos
consumados, sin importar que ya oliese a muerte o a victoria; era insostenible
otro Cid en un caballo tan viejo. Pero mientras tanto mejor disimular hasta que
el viento sople y la veleta gire, y entonces, según la fuerza y la dirección escorar
la nave, izar o arriar el velamen servil, miserablemente. ¡A tormenta pasada
viva el abordaje, que bucanero soy de naves asoladas por el tifus! ¡A mí los
barcos fantasmas, que los muertos son más fáciles de saquear! Siempre lo mismo,
la rueda viciosa, se lamentó, maldita sea, si no no cabrían dictadores ni mal
nacidos en el poder, ni perros obedientes dispuestos a hacer presa a una sola
orden arrancada de las más profundas entrañas del ser humano.
Nadie podía entender la actitud de Pablito porque
nadie sabía realmente lo que bullía en su cabeza. Sumido en el silencio
despistaba a todos. Le frenaba la lengua el asco que sentía al ver a los cuatro
chupatintas debatirse los fastos del
poder en conciliábulos que olían a demagogia, ahora, sabiéndolo moribundo,
mientras que en tiempos, agazapados cual conejos, respirando dóciles el aire de
la dictadura o chutándose sus miasmas, si sacaban los hocicos del escondrijo era
para palpar con los bigotes temblorosos el grado de putrefacción del Estado, el
avance gangrenoso del Sistema. Y jamás con intención terapéutica, sino con el
único objeto de predecir la vida que le quedaba, el tiempo que les quedaba a
ellos para asaltar la maquinaria y empedrarla con sus vicios, para aceitarla a
su gusto, la misma maquinaria gastada, siempre la misma pestilente maquinaria
del principio de los tiempos.
III - RUIZ
La
melena al aire, trenzados como sarmientos los canos pelos por las estaciones y
el desaseo, la barba poblada de ventiscas, los ojos vidriosos, enarbolados de
incógnitas, el cuerpo grande, descomunal, moroso en un traje de paño azul
oscuro deslucido de tormentas. Todo en Ruiz desmentía al hombre que llegó a la
isla luciendo galones de capitán y el porte y los modales exquisitos de otra
tierra más civilizada. Nada de eso quedaba en su aspecto descarnado, en su
gramática parda, en su voz áspera, estragada de alcohol y juramentos, en una
misantropía que marginaba a vagos e imprecisos recuerdos sus primeros pasos,
imbricados en una leyenda negra que se agrandaba por días, a medida que se le
iban desgastando los dientes y las ropas (...)
más importancia
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