La mina


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Sinopsis: Julio, un ingeniero de mediana edad y carácter tranquilo, ve tambalearse su estoicismo al desposar a Sonia, una joven misteriosa que lo arrastra a una isla alejada de la civilización. La excusa es reabrir la mina que ha heredado de unos parientes lejanos y que lleva quince años cerrada. Los antiguos propietarios fueron decapitados. Sonia, para su asombro, insiste en que se alojen en la antigua casona donde aquéllos vivieron y que ha permanecido cerrada desde el asesinato. Allí descubren a María, la antigua ama de llaves de los Cáceres, a la que tras quince años desaparecida encuentran viva al desempolvar la casona.  







I – GABRIEL

Recostado de bruces sobre el barandal del espigón, Gabriel vomitaba a trompicones su hastío de odiarse profundamente. Maldecía los tres raudales del odio que le envenenaban el alma: las tres gracias de la ceguera, la desidia y la cobardía. Mirando a la mar oscura se le cristalizaba en las pupilas el abismo de la soledad. Y así, clavada la vista en el horizonte con anormal fijeza, como queriéndose rajar ojos y voluntad con la ilusoria línea en que mar y cielo se funden, se hundía hasta el esternón el hierro oxidado de ocasos, soldándoselo a la piel con una argamasa de sudor y sangre; se lo clavaba hasta el desmayo apoyando sin clemencia el costillar en una muerte litúrgica de hasta aquí he llegado con que cada doce de octubre se flagelaba las carnes y la conciencia. Sólo su extremada delgadez, su liviano esqueleto sustraído de carnes por una inapetencia crónica, le salvaba de la asfixia, de morir aplastado por su propio peso, su osadía de arrastrarse por la vida como un gusano.

   Por fortuna todo quedaba en unos moratones y unos cortes sin importancia, insuficientes para poner fin a la vida que aborrecía. Y así cada doce de octubre en que, claudicante de piedad, se encallaba en el espigón desde el amanecer hasta el crepúsculo, sin pestañear, entorchados los ojos de recuerdos, sin mover un solo músculo, encaramado al borde del pretil de la locura, de la tristeza, con las lágrimas tallándole en el rostro el visaje devastado de quien se encara para insultar a los cielos, sepultando cuerpo y alma en el odio. Se arrancaba de las vísceras un arrepentimiento que le estrangulaba la hombría, me la tenía que haber llevado por las buenas o por las malas, aunque hubiera sido al mismísimo infierno. Quilates de tragedia cada recuerdo suyo, de ella, de ellos en un sueño que se hizo añicos y se desgranó en pesadillas.

   Gabriel cerró el puño con fuerza. Aquel día significó el fin o el principio de una era en que se acabó el destilar poesía para sudar prosa, ¡oh santa y bendita primavera, que siempre has de florecer cualquiera que sea tu semilla! La efemérides le penetraba las vísceras con una profunda cornada que se le ramificaba por dentro hasta infectarlo de una rabia oscura, de una rabia de negro visaje y vislumbre de azogue. Y cada doce de octubre más de lo mismo. Pero esta vez sí, ésta sería la definitiva. Había conjurado a los muertos para cumplir su voluntad, la última, no más excusas, treinta y tres años bastaban, se dijo, alentándolo además la simbología de la edad. Otros habían conquistado reinos, del Cielo o la Tierra poco importaba, Pablito me está contagiando su megalomanía. Él se conformaba con menos, el principio y el fin unidos en un mismo lapso de tiempo no es un lujo al alcance de todos, se consoló en la amargura. Hizo el voto muy serio, prometiéndose que se acabaría el andar sobre cenizas, consciente de que las cenizas no eran ya sino una costra, un coágulo en su temperamento, una segunda piel impermeable al mundo que le había crecido lentamente, como una enfermedad agónica e incurable, hasta aletargarlo de ambiciones, matando la pasión que antaño lo encendía como un miura para enterrarle los sueños en una muerte gris de pesimismo, hasta convertirlo en un hombre más vino que carne, indolente y suicida. Sí, hasta aquí he llegado, se repitió, y escuchando de fondo el ensayo bananero de orquesta que le vibraba las orejas con un soniquete irritante, se puso a pensar en la noticia, ya confirmada, de que el martes llegaría el nuevo propietario de la mina. Qué corta es la memoria de los hombres, se lamentó con más indignación que rabia. Se le agolpaban una vez más los recuerdos. Con una sinceridad insobornable se dijo a mí qué me importa que les cortaran las cabezas, a mí me cosieron a puñaladas el futuro, dejándome en jirones, colgado a la intemperie, tirado como un perro.

   Se remontaba al recuerdo de la fatídica noche en que los cuerpos de don Pedro Cáceres y su esposa, doña Asunción, aparecieron decapitados en una de las galerías de la mina. Fue una noche de estrellas espléndida, allá el firmamento ajeno a las miserias humanas. María fue quien dio la voz de alarma con su voz alienada por una vida de fiel servidumbre; María, cuyos ojos refulgían cual oráculos adversos (¡cuántas veces esta frase, acuñada por Sonia, les había servido de broma!). La noche caía a plomo sobre la isla, lo recordaba bien. Doscientas almas la barrieron con linternas. Los hallaron en la mina, en el suelo y en posición yacente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Como los reyes católicos, pero sin corona. Y con otra particular y macabra diferencia: las cabezas, amén de quebrantar el orden con que la naturaleza nos ensaya, seccionadas por debajo de la quijada con un corte limpio, descansaban en paz eterna invertidas sobre sus respectivos vientres. Es decir, la cabeza de doña Asunción sobre el estómago insaciable de don Pedro, y la cabeza de éste sobre el solícito vientre de su esposa. Tal composición suscitó las más enérgicas reacciones, y las conjeturas atronaron por largo tiempo la isla. Aunque jamás se esclareció el crimen, todas las sospechas apuntaron al mismo hombre: Ruiz, el capataz que se la tenía jurada a don Pedro sin que nunca nadie supiera por qué. Fue la víctima propiciatoria, y como ni la envidia ni la justicia pudieron ponerle la mano encima se tuvieron que conformar con demonizarlo. Después el agua pasó y quedó el barrizal. Qué forma de trastearse una vida, se quejó Gabriel empuñando la baranda como un sable, apretujándose contra ella, sintiendo el gemido de un par de costillas al retorcerse sobre el hierro. Para él la tragedia fue otra, allá que los hubieran descuartizado, qué más le daba, conmigo sí se ensañaron. Diecisiete abriles tenían ambos, y más hambre que lobos. Mirando el agua calmada, rizada de pacífica espuma, sin preocuparse del cerco morado de su torso ni de la fina hebra de sangre que le chorreaba desde el costado hasta la pernera, una sangre tibia y espesa, coagulada de luto, se juramentó para desquitarse por una vida perdida, arrojada al lodazal de la nostalgia estéril. Se van a arrepentir, escupió con rencor, a mí no me celebran en las narices mientras sigo desangrándome. Lo estremecía no el calvario sino el odio que se profesaba a sí mismo, su cobardía de aquella noche en que no tuvo los arrestos de hacer nada, que otro gallo hubiera cantado. Podía imaginarla aterrada, paralizada por el miedo, quién sabe si ahora no estaríamos enlazados en aguas cristalinas, en mares remotos, alejados del miserable y claustrofóbico aire de la isla.

   La orquesta, poco acostumbrada a celebraciones, seguía atronando, castigando el aire con un ensayo tan desafinado como inoportuno. Lo que le dolía era la frialdad de los isleños a la hora de desenterrar los muertos con una insensibilidad pasmosa, como si aludieran a una leyenda de tiempos antiguos. Borrón y cuenta nueva, así de fácil era para ellos. Sí, él les recordaría lo que tenían que celebrar. Sí, yo les recordaré la tragedia, les haré sentir en sus propias carnes lo que es sufrir, desgraciados, veremos si os queda el cuerpo para bromas, malnacidos, así voléis todos por los aires.




II – PABLITO


Nota de prensa
(Extracto de la última entrevista concedida por el dictador. Hospital de las Angustias, 14 de octubre.)

Todos esos que me lloran ahí abajo, desvelados, insomnes, fanáticos; todos esos que bajo mi ventana gimen, suplicando a Dios por mi alma, no se merecen más que mi desprecio. Creen que me consuela tenerlos implorando por mi vida, poniendo velas al santoral, compadeciéndome. Lo que hacen es irritarme. Lloran como hienas. Sus oraciones me chirrían en los oídos. Ahora que la suerte está echada puedo reconocer, sin temblarme el pulso, que si yo he sido despreciable ellos lo han sido infinitamente más que yo. Sus aplausos, sus lágrimas, sus elogios, su admiración, su servidumbre, me repugnan. Piense que yo tuve un motivo para actuar, ellos ninguno para permitirme que lo hiciera. Malvado, pervertido, corrupto, libidinoso, sádico, vengativo, crápula, cruel y todo cuanto quieran llamarme, pero al menos nunca fui un hipócrita. Fui de frente por la vida, arrasando cuanto me estorbó, con la cabeza bien alta, dando la cara, no como ellos, escurridizos y rastreros. Si tuviera fuerzas para levantarme agarraría una metralleta, me asomaría a la ventana y cuando me vieran aparecer y se arrodillaran, los fusilaría por estúpidos. De lo único que me arrepiento es de no haber llevado al extremo mi maldad y haber puesto en práctica mis sueños eugenésicos para barrerlos del mapa por débiles mentales. No son otra cosa que repugnantes borregos que aplaudieron y acataron mis más extravagantes delirios. Siempre tuve un mal concepto de ellos, pero nunca imaginé que podría llegar a cualquier extremo, al homicidio y la esclavitud, y que aún así me aclamarían mientras les uncía el yugo y los despellejaba a latigazos. Ahora sé que pude y debí haber llegado más lejos todavía. Debí violar a sus mujeres, a sus madres, a sus hermanas y a sus hijas. Me habría consolado una cierta oposición. Aunque me temo que ellos mismos, serviciales y fieles, las habrían desnudado para mí y servido en el lecho lubricadas con el fin de evitarme molestias. Es inútil, créame, da igual quién los gobierne, son cobardes y sumisos por naturaleza, y sobre todo manipulables por gracia de Dios. Ahora rezan por mí, y a ellos, a los que pretenden liberarlos, iluminarlos como dicen los muy ilusos, enseñarles la trampa, abrirles los ojos, ya sabe toda esa verborrea que sueltan, bueno, pues a esos que luchan para librarlos de mí, que pretenden entregarles la antorcha de la libertad, con ella misma le aseguro que les prenderán fuego y escupirán sobre sus cadáveres. Ellos son así, irracionales y crueles, nunca se sabe qué culo lamerán ni qué cabeza apedrearán. Jugar a ser un héroe o un villano con ellos es jugar a la lotería de sus afectos.”


El tajamar de La Gaviota, al empuje de su motor achacoso de taquicardias y arritmias, rajaba el agua sin conciencia ni remordimientos. Afilado de fe, la escupía, desplazaba y separaba en dos lonchas inabarcables, en dos solomillos de carne espumosa, en dos verdades intrascendentes, ora arriba apuntando al cielo, ora abajo a las profundidades, y así se abría paso, lenta, pesadamente, como un púgil sin cuartel, rascándose la quilla contra las aguas azulverdosas, golpeando contra el tiempo, contra los ciclones y las bonanzas, contra las marejadas, las borrascas, los conjuros y los torbellinos que iban crujiendo o gruñendo su masa oxidada, las costuras de sus chapas como branquias sueltas respirando la rutina tachonada de remiendos, descubriendo agujeros huérfanos de tuercas, azotando las roldanas desencajadas por el cíclico vaivén, las armellas arrancadas como frustrados pendientes del cabo de Hornos, las jarcias a merced del viento siempre rolando en aquellas latitudes, siempre traidor, las vergas tensas a punto de estallar, arrancándose flagelaciones de pura hilacha.

   Pablito se aferraba al timón con raigambre, infundiéndole energía para aguantar un poco más. A cada bramido de herrumbre, de escoria saltando chispas, cruzaba los dedos para que no le fallase ahora. Sólo pedía un poco más. En los ojos le relampagueaba el brillo feroz de una determinación impostergable. Asentía y callaba, apretando los dientes hasta afilarlos, cerrando los oídos al pesimismo. Eran muchos años navegando juntos, zozobrando el mismo cansancio, golpeando las mismas aguas y un destino común. No podía dejarlo tirado ahora, cuando faltaba tan poco, cuando la decisión ya estaba tomada, era cuestión de semanas, quizá de días.

   Observando a los pasajeros derribados como sacos de carne en el suelo, o bien tendidos en las cuchetas o las hamacas que colgaban en la borda allá donde podían, se reafirmaba en la idea que le rondaba en la cabeza desde hacía un tiempo. Su fértil idealismo, nutrido por años de lecturas variopintas, una imaginación febril y una voluntad inquebrantable, habían arraigado fuertemente en sus ambiciones de adulto, fecundándolo de utopías. Él miraba más allá del horizonte gris de sus paisanos, mucho más allá del gris rajado de lontananza, de la desesperanza que como una epidemia infectaba la isla, de la absurdidad de una derrota que en nada le concernía. Sus héroes estaban todos enterrados. Los vivos le parecían una burlesca sombra de aquéllos, una raza débil y degenerada. Ni el mejor de los vivos resistiría una comparación con el peor de sus héroes. Qué insignificantes y ridículos comparados con aquellos hombres legendarios a los que tanto admiraba, cuya resistencia al dolor y al desfallecimiento eran casi inhumanos. Esos sí eran hombres imbuidos de un alto ideal. ¿Cuántos hombres hoy en día, en pos de un sueño, caminarían durante ocho años sin tregua? ¿Cuántos resistirían miles y miles de kilómetros arrastrando un pellejo que reclama a gritos su ración de piedras? ¿Cuántos soportarían, ateridos de frío polar o sudando un calor desértico, geografías hostiles sin más mapa que sus propias huellas, caminando sordos al desaliento por unas tierras inhóspitas plagadas de peligros representados unas veces por indios igualmente sobrehumanos, dispuestos a dar el cobre a vida o muerte, y las otras por millones de especies igualmente mortales y desconocidas, fantasmagóricas burlas del averno? ¿Cuántos no se amilanarían sabiendo que las heridas causadas por flechas envenenadas se curan aplicándose sin anestesia alguna hierros al rojo vivo? ¿Cuántos aguantarían un combate sin proferir una sola queja, ni excusarse en la retaguardia, montados en un caballo con la lanza en ristre y el trasero atravesado por una flecha que evacúa las fuerzas con una diarrea mortal?

   Tieso en la cabina, tal cual imaginaba la apostura de su adorado Almirante, arengaba a los osados fantasmas como si los tuviera presentes y, con grandes aspavientos recriminatorios, alzando el dedo acusador, barría la cubierta, condenando a los isleños que morían de inopia sobre la borda, burlados por la vida y vencidos de antemano. Sí, se decía, aquellos eran hombres de verdad, inspirados por el honor y la lealtad a principios inalienables. En cambio hoy en día no hay en qué sostenerse, no hay principios que garanticen una conducta noble, y así las cosas, con el mundo podrido de escepticismo, materialismo e ideales místicos, tan peligrosos o más que aquellos, ¿quién es el loco que se puede fiar de nadie? ¿Dónde existen hoy en día hombres legendarios, de pechos altivos y orgullosos, existenciales hasta el más mínimo gesto?

   Enrabietado por la injusticia de haber nacido en un mundo que no satisfacía sus inclinaciones, golpeó violentamente el timón, entrechocando como nueces los cuerpos de los pasajeros. Era su peculiar forma de sacudirles la modorra. Y algunos, los más sobresaltados y desagradecidos, lo increparon a viva voz con alaridos terribles, mentándole a sus muertos. En cambio, los más se descargaban con quejumbrosos reproches, sin fuerzas ni para protestar. Sí, definitivamente el mundo se echó a perder con el primer contrato firmado, ahí comenzó a debilitarse el carácter, protestó ante su auditorio invisible. Había que emprender la titánica reconquista de la conciencia, meter mano allá donde duele, que no hay regeneración sin dolor, son siglos y siglos de pusilanimidad reinante, la conciencia está narcotizada por siglos y siglos de hipocresía contra natura, está aplastada bajo el plúmbeo y asfixiante peso de los malditos contratos morales, la fe y la economía, maldita sea, quién sabe si no es ya demasiado tarde, si no estará la humanidad irremediablemente adulterada. Bien los tiene calados el dictador, se lamentó, en el fondo eso hay que reconocérselo. Y con un puñetazo enfurecido al timón confirmó su protesta, su justa queja por tanta sumisión y mansedumbre. Tan violenta fue esta vez que hizo volar a más de uno de su hamaca para estrellarlo contra el suelo, donde muchos rodaban entre insultos y recordatorios. A partir de ese momento los pasajeros, sin excepción, conociendo su temperamento y su humor atrabiliario, adivinaron que se había levantado con el pie izquierdo y acabaron por despabilarse y amarrarse a lo primero que hallaron a mano, temerosos de llegar descalabrados a la isla.

   En contra de lo que creían, si bien la suerte del dictador no se la traía al pairo, tampoco su humor giraba en torno a él. Se perdía en otros laberintos. Tanta atención le prestaba a los rumores sobre su estado de salud como a los desmentidos sulfurosos del Régimen. Así se vayan todos al carajo, maldecía, los unos por cobardes y los otros por fanáticos. Si hubiera muerto tantas veces como lo finiquitaron los secreteos sería cosa de empezar a adorarlo, solía contestar medio en broma medio en serio a los que le llegaban azorados con los últimos chismes. Los isleños, en cambio, vivían con los transistores pegados a las orejas como vínculos del más allá, lenguas de ondas manipulables y manipuladas de la otra dimensión de la realidad, el mundo a nuestra imagen y semejanza, pescando un retazo de noticia, una voz disonante, un comentario o un presagio, como si de verdad creyeran que iba a cambiar algo, que el cambio de monigotes sería trascendente, que llovería maná, que habría paz y pan para todos, que se voltearía el sistema, que se aplacaría la opresión, que arderían los tribunales de injusticia. Ingenuos, maldijo, almas de cántaro, se conformarán con un entierro y una nueva jura de bandera. En definitiva con un cambio de pañales, ignorantes de que la mierda no se transvalora. Él, que venía del otro lado del mar todos los días, del otro lado del mundo y de las noticias, observaba impertérrito desde la altura neutral de la cabina, con mueca desdeñosa, los pequeños grupos que se arracimaban en el muelle esperando nuevas de la capital para andarse luego de cabildeos por los bares, continuar en los patios recogidos del calor y la humedad, y terminar arrastrando la noticia, ya manoseada y violada, a la soporífera intimidad de los dormitorios. Cincuenta años son muchos años, rezongaba Pablito mientras sacudía una nueva bofetada al timón que ya no cogía a nadie desprevenido. Mucha tragedia y mucha alegría caben en cincuenta años. Y al final afloran los perdones hasta en los odios más enconados, igual que crecen las flores en el estiércol. También el odio profundo de los otros, claro, los que no perdonan, los insaciables, los rebozados, siempre los otros, los excluidos que un día serán los primeros, o seguirán siendo los últimos, da igual, sólo la Biblia puede mentir tan descaradamente. Y de nuevo se le figuraban los broncíneos pechos de sus héroes, henchidos de valor, desafiantes a todo peligro y a toda autoridad desbocada, y por puro contraste despreciaba con mayor razón el apocamiento, la doblez y el oportunismo de sus compatriotas, entre los cuales no había demostraciones ostensibles ni de alegría desaforada ni de desconsolada tristeza. No hasta que se supiera la verdad, los hechos consumados, sin importar que ya oliese a muerte o a victoria; era insostenible otro Cid en un caballo tan viejo. Pero mientras tanto mejor disimular hasta que el viento sople y la veleta gire, y entonces, según la fuerza y la dirección escorar la nave, izar o arriar el velamen servil, miserablemente. ¡A tormenta pasada viva el abordaje, que bucanero soy de naves asoladas por el tifus! ¡A mí los barcos fantasmas, que los muertos son más fáciles de saquear! Siempre lo mismo, la rueda viciosa, se lamentó, maldita sea, si no no cabrían dictadores ni mal nacidos en el poder, ni perros obedientes dispuestos a hacer presa a una sola orden arrancada de las más profundas entrañas del ser humano.

   Nadie podía entender la actitud de Pablito porque nadie sabía realmente lo que bullía en su cabeza. Sumido en el silencio despistaba a todos. Le frenaba la lengua el asco que sentía al ver a los cuatro chupatintas debatirse los fastos del poder en conciliábulos que olían a demagogia, ahora, sabiéndolo moribundo, mientras que en tiempos, agazapados cual conejos, respirando dóciles el aire de la dictadura o chutándose sus miasmas, si sacaban los hocicos del escondrijo era para palpar con los bigotes temblorosos el grado de putrefacción del Estado, el avance gangrenoso del Sistema. Y jamás con intención terapéutica, sino con el único objeto de predecir la vida que le quedaba, el tiempo que les quedaba a ellos para asaltar la maquinaria y empedrarla con sus vicios, para aceitarla a su gusto, la misma maquinaria gastada, siempre la misma pestilente maquinaria del principio de los tiempos.




III - RUIZ


La melena al aire, trenzados como sarmientos los canos pelos por las estaciones y el desaseo, la barba poblada de ventiscas, los ojos vidriosos, enarbolados de incógnitas, el cuerpo grande, descomunal, moroso en un traje de paño azul oscuro deslucido de tormentas. Todo en Ruiz desmentía al hombre que llegó a la isla luciendo galones de capitán y el porte y los modales exquisitos de otra tierra más civilizada. Nada de eso quedaba en su aspecto descarnado, en su gramática parda, en su voz áspera, estragada de alcohol y juramentos, en una misantropía que marginaba a vagos e imprecisos recuerdos sus primeros pasos, imbricados en una leyenda negra que se agrandaba por días, a medida que se le iban desgastando los dientes y las ropas (...)


más importancia

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