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-Vamos, no me fastidie –protesté dejando el
expediente sobre la mesa.
Resoplé y me recliné cuanto pude en la
silla. El viejo me lanzó una mirada severa e inamistosa que me obligó a
enderezarme y coger de nuevo el expediente. Lo abrí con desgana.
-Pero si ninguno está fichado –me quejé-.
Tienen el historial más limpio que un culo scotex.
El viejo dio un puñetazo en la mesa y se
incorporó sobre los codos, atravesándome con una mirada degolladora.
-¡Le he dicho mil veces que no le consiento
sus estupideces en este despacho! –exclamó con su voz recia de malos tragos,
rojo de rabia-. Otro comentario como ése y el próximo expediente será el suyo.
Lo obsequié con una mueca burlona. Sé que
ese tipo de comentarios lo sacan de sus casillas. Las formas siempre han sido
muy importantes para él. Hasta me obligó a casarme con su hija cuando se enteró
de que estábamos en pecado mortal. Y desde que me divorcié dejó de tutearme. Es
de esos tipos que antes de trinchar al enemigo le concede su último deseo.
Hojeé de nuevo el expediente pasando por
alto los detalles, sin concederle ninguna importancia. Sabía que el viejo me
observaba y su cabreo ante mi lasitud iba en aumento. Sin disimular, me limpié
la yema del índice en uno de los papeles, restregándolo con energía. El óleo,
todavía húmedo, dejó una mancha ovalada.
-Nada, lo dicho, ni uno sospechoso –murmuré
en voz alta, levantando la vista del expediente para cerciorarme de que había
reparado en mi gesto. La última palabra, además, la pronuncié estirándola como
si fuera goma de mascar. Mi declamación era efectista, quería tensar la cuerda.
-¿No le parece sospechoso que lo hayan
amenazado de muerte? –exclamó sacudiendo la cabeza, buscando un auditorio
invisible que comprendiera su acrecido mal humor. Su voz traicionaba su
profunda impaciencia y malestar. Era como un animal sin capacidad de disimulo.
-Del dicho al hecho… –observé con toda
calma.
-¡No le pago para que intuya lo que puede
pasar o dejar de pasar, sino para que averigüe lo que está pasando! –explotó
con un tono tan poco didáctico que resultaba incongruente con la frase. Éste es
sin duda el fundamento del humor, pensé para mí.
-Pero si es que no ha pasado nada –agregué
en tono apaciguador-. El tipo va a hacer un recorte de plant¡lla bestial y esto
le ha sentado mal a algunos. Es normal, ¿no le parece? Alguien se ha calentado
y le ha mandado una carta amenazándolo. ¿Y qué? Si todos los fuegos quemaran
así, a mí los incendios. Vamos, ni uno solo tiene antecedentes penales. Por la
boca muere el pez.
-¡Me da igual si a usted le parece normal! –me
gritó perdiendo los nervios y la compostura por segunda vez-. Quiere que
averigüemos quién ha sido y eso es exactamente lo que vamos a hacer. No le pago
para que haga conjeturas ni juicios de valor sino para que resuelva los casos.
Y punto. No me interesa lo más mínimo su opinión al respecto. Siempre hay una
primera vez –refunfuñó calmándose un poco y tomando oxígeno-. Dentro de tres
semanas será el despido, así que mañana a primera hora se incorporará usted a
la plantilla y averiguará todo lo que pueda. Tantee al personal para ver quién
puede estar detrás de la carta. Y si para el día del despido aún no ha
descubierto al responsable quiero que esté el primero allí y tome buena nota de
cuanto suceda; quiero que se fije bien en cómo reaccionan los despedidos y si
es necesario, si encuentra a alguno especialmente alterado, quiero que se pegue
a él como una lapa. ¿Queda claro? La excusa que tendrá para mostrarse enfadado
es que a usted también lo despedirán. Así que hágase el ofendido, no vaya a
echarse a reír cuando lo nombren, que usted es capaz.
-Debe ser realmente un tipo desaprensivo
–dije para picarlo un poco más-. Normal que lo odien. Ni siquiera he empezado a
trabajar y ya ha firmado mi despido. Al menos podía darme una oportunidad, ¿no?
Lo mismo hasta soy un buen empleado. ¿Le ha pedido referencias? Seguro que
usted me ha puesto por las nubes…
-¡Cállese ya! Estoy harto de sus
impertinencias. No quiero que haga tonterías, ¿me oye? No le paso una más, se lo advierto.
Dejé el expediente sobre la mesa y lo
impulsé hacia él, abierto por la página que había manchado de pintura. El viejo
observó la mancha durante unos segundos, resistiéndose para no caer en la
provocación.
-¿Sigue con la mierda de la pintura? –me
espetó en tono sarcástico.
-Algo útil hay que hacer en la vida. ¿Usted
sigue con sus distracciones?
La pregunta iba con segundas. La vena de la
frente se le inflamó de manera alarmante.
-¡Largo de aquí! –exclamó iracundo-. Y se lo
repito, no haga ninguna tontería porque le juro que no le paso una más.
-Tranquilo, seré un empleado modélico. En la
fábrica, quiero decir –apostillé cucándole un ojo.
-¡No sé por qué lo aguanto! –gritó fuera de
sí, maltratando el aire con su voz de tenor fracasado.
-Los dos sabemos muy bien por qué me aguanta
–le repliqué con mucha sorna, sacándolo al fin completamente de sus casillas.
Antes de que reaccionara y encontrase a mano
cualquier objeto arrojadizo me apresuré a abrir la puerta y salir. Ésa había
sido la puntilla final. Ya fuera de su alcance, con la puerta de parapetó,
respiré tranquilo. La artillería verbal era para mí inocente fuego de
artificio.
-¡Fuera de mi vista, maldito bastardo!
–gritó totalmente encolerizado- ¡Le juro que un día me las pagará todas juntas!
-¡No se preocupe, ajustaremos las cuentas en
el infierno! ¡Pero no olvide traer la factura por si acaso desgrava y da para
comerse un asado! –le respondí yo también de viva voz y con tono mordaz.
-¡Lárguese de una vez, maldito insolente, le
tenía que haber crujido los huesos cuando…!
Me fui conteniendo la risa. A pesar de las
apariencias, la relación entre nosotros nunca ha sido mala. Si tenemos en
cuenta el secreto que compartimos se podría considerar hasta un milagro que
tengamos algún tipo de relación. Otros se hubieran matado por mucho menos. No
todos los hombres son capaces de perdonarse ciertas cosas. Sólo yo infrinjo de
vez en cuando el pacto tácito que hemos establecido de no recordarnos cómo nos
conocimos. Pero no hay mala intención por mi parte. Lo necesito para ponerme las
pilas, para recordar por qué hago lo que hago y quién soy. Y él, en el fondo,
lo comprende. Aunque le lleven los diablos cada vez que lo insinúo nunca ha
tomado represalias por ello. Sabe de sobra que nunca me iré de la lengua.
2
La fábrica
era una grotesca mole de chapa y vidrio situada en mitad de un descampado a las
afueras del pueblo. Parecía ubicada adrede en aquel lugar desangelado para
resaltar su fealdad. Hasta una perrera tiene mejor aspecto. Era tan horrible
que sólo habría pasado desapercibida en una feria de arte moderno. Está claro
que algunos arquitectos no tienen más inspiración que las sacudidas de su
vientre.
El descampado estaba seccionado por varias
calles asfaltadas que le conferían una geometría reticular y telúrica, de ciudad
fantasma en ciernes. A las ocho menos diez de la mañana una procesión de coches
tomó las antes desiertas calles. Con las luces encendidas, uno detrás de otro,
parecían luciérnagas griposas y extraviadas. Yo, por prudencia, circulaba con
mi bici por la acera.
De cada coche descendían una o dos personas
a lo máximo. Cabizbajas y mohínas, asemejaban espermatozoides mareados por una
ingesta de barbitúricos. Así, como si los coches fueran condones y alguien los
sacudiera para reciclar el invento. Formaban una masa ciega y pegajosa. Con una
resignación poco heroica eran engullidos por aquella enorme vagina frígida que
les negaba todo placer. Y lo más curioso es que ninguno oponía resistencia.
Desde luego el onanista que inventó aquello debió morirse bien orgulloso por su
contribución a la esterilización mental del planeta.
Dejé la bici atada a una farola. Mi corcel a
pedales, entre tantos motorizados, era un fiel reflejo de la relación con mis
congéneres. Lo suyo es sólo ruido y artificio. ¡Qué angustia de gente!
Una vez dentro, la desagradable sensación
que sentí a lo lejos no hizo sino acrecentarse. La hechura de la fábrica, más
que grotesca, era monstruosa. Enormes pilares de hierro fundido sostenían un
techo metálico que se suspendía sobre mi cabeza a más de quince metros de
altura: un cielo sin pájaros ni estrellas donde lo único flotante eran unos
enormes tubos de neón que oscilaban como luminiscentes espadas de Damocles. Era
aquello, en verdad, una majestuosa
catedral moderna, homenaje sincero a la estupidez humana. Cuesta
entender, al confrontar estas frías e inhóspitas realidades con los imaginarios
paraísos que nuestra febril mente es capaz de concebir, que no haya más
psicópatas. La única diferencia entre los antiguos siervos de la gleba y los
obreros de hoy en día es que aquéllos se partían el espinazo produciendo lo
básico para malvivir y éstos malviven a voluntad esclavizados por el afán de
poseer objetos absolutamente innecesarios. Por lo demás, la misma miseria moral
les provoca su irreversible desdicha.
Lo primero que hice fue preguntar por el
jefe de personal. Me pareció lo más adecuado. Me señalaron entonces a un tipo
gris y antipático cuyo mostacho tenía más personalidad que su propietario. Como
si en sus manos estuviera el destino de Europa, dándose un aire de importancia
harto ridículo, enarcó sus pobladas y siamesas cejas y buscó mi nombre en un
listado. Yo no sabía si echarme a reír o darle un capón para que se espabilara
y no me hiciera perder la mañana. Una vez que confirmó que no era un
extraterrestre, con una solemnidad principesca me felicitó por incorporarme a
la empresa, y tal cual se indica a un canciller su nuevo destino me indicó la
sección de empaquetado, al fondo de la fábrica. Allí debía preguntar por un tal
Pascual, que era el responsable de dicha sección y por lo tanto el encargado de
explicarme los rudimentos del oficio. Juro que de haber tenido cacahuetes a
mano el petulante se habría hartado. No se puede ser más tonto.
Al dirigirme hacia mi destino pude observar
las caras circunstanciadas del personal. Hombres y mujeres de distintas
generaciones componían un cuadro dramático, una cohorte de gente desesperada.
Sus morros torcidos testimoniaban el desasosiego general. Sobraba la
perspicacia: se mascaba la tragedia. Muchos de ellos, en breve, mendigarían el
pan en la calle. Y a pesar de ello cumplían fielmente con su deber de lastimarse alma y manos sin
protestar. Me acordé entonces de aquellos indígenas que llevados a la corte del
rey de Francia e interrogados por aquello que más les había llamado la atención
contestaron que principalmente dos cosas: primero, que soldados bien hechos y
armados hasta los dientes obedecieran a un petimetre imberbe; y segundo, que
estando gran parte del pueblo famélico mientras el tal petimetre y su círculo
de aduladores vivían a su costa en la opulencia no los pasaran a cuchillo para
repartirse sus doblones.
En la sección de empaquetado sólo había dos
personas. No fue necesario preguntar por nadie porque el tal Pascual vino hacia
mí nada más verme. Era un cincuentón con envergadura de cachalote y ojos de
buey manso. Uno de estos tipos nobles por naturaleza en los que ni un ápice de
maldad desfigura su franco y bondadoso semblante, rozando lo bobalicón. Lo
apodaban el grandullón, mote que
atestiguaba que el inventor no debía andar sobrado de ingenio.
Con un talante mucho más simpático que el
del repelente bigotudo, pero con no menos seriedad, me aleccionó sobre mi
tarea, insistiendo en la trascendencia de la misma. Tanto que por un momento
pensé que aquello era un manicomio.
El trabajo era fácil. Los juguetes caían
desde un tubo a una gran cesta, tenía que cogerlos uno a uno, comprobar que no
tenían defectos y colocarlos sobre la cinta transportadora para que mis
compañeros los embalaran. Si encontraba alguna pieza suelta o deforme no debía
repararla, aunque fuera bien sencillo hacerlo, sino depositarlo en otra gran
cesta situada al lado de la primera. Eso era todo. La demostración práctica que
hizo el grandullón para enseñarme a testarlos correctamente la llevó a cabo
con tanta escrupulosidad que me puso la piel de gallina. Ni un cirujano se toma
tan en serio su trabajo. Pero en el fondo llevaba razón: los niños de hoy en
día son tan sensibles que si sus padres les compran un juguete defectuoso son
capaces de agredirlos.
En resumen, era un trabajo tan tonto que
hasta un mono adiestrado lo desempeñaría con suma eficiencia. El problema es
que debía hacerse a un ritmo tan frenético que resultaba estresante y agotador.
¡No te permitía levantar la vista de los diabólicos juguetes! A la media hora
ya deseaba visitar al jefe para ciscarme en sus muertos. Aquello era inhumano,
consumía mis energías y mi moral a grandes dentelladas. Estoy seguro de que si
Zeus hubiera entrevisto el futuro le habría permutado a Tántalo la condena por
un contrato indefinido a jornada completa en una de estas endemoniadas
fábricas.
Menos mal que pese a la enorme trascendencia de mi trabajo no sentía ni
por asomo el abrumador peso de la responsabilidad. Me la traían al pairo el
jefe, los padres maleducadores, los niños-tirano, la industria juguetera y la
madre que los parió a todos. Si un padre acudía a urgencias porque su hijo le
había dado candela mi conciencia estaría tranquila. De eso estaba absolutamente
seguro.
3
A las doce
en punto una potente sirena atronó la fábrica. En la consulta de un otorrino
habría tenido sentido, pero allí era una fanfarronada, un derroche de mal
gusto. La misma escala ciclópea de la fábrica no tenía otro propósito que
empequeñecer a esos entes de nombres heredables cuya misión es fecundar con
sudor y lágrimas las necesidades de una sociedad enferma. Es una forma como
otra cualquiera de castrarlos, tan válida y dañina como la mala educación y las
necias costumbres (...)
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